¡Hola!
Espero que me creas si te digo que he pasado días enteros pensando en cual podía a ser el primero de mis viajes que compartiese contigo.
No te contaré ahora los motivos que he tenido en cuenta y los que he descartado. Países, imágenes, detalles, todo concentrado en mi masa gris librado una noble batalla por estar hoy aquí.
Al final Yosemite National Park ha salido vencedor. Espera un poco y enseguida sabrás por qué.
Hoy no voy a narrarte el viaje de norte a sur del estado de California, que hicimos en el 2008 durante tres semanas, pero sí te adelanto que te lo iré contando poco a poco.
Casi se me olvida decirte que aquí no vas a encontrar una guía de viajes. No, no soy experta en eso y además hay gente muy buena que se dedica a ello. Estas notas son el resultado de una experiencia personal, la mía, y por qué no, tal vez la tuya o la de cualquier otro. Así que espero que la disfrutes y si quieres luego me cuentes qué te ha parecido.
Nuestro trayecto hacia Yosemite empezó en Point Reyes Station, un pueblo a unos 120 km al norte de San Francisco. El Point Reyes National Seashore no es su único atractivo pero es sin duda alguna el que no hay que perderse. Es uno de aquellos lugares de los que no te quieres despedir. Su calle principal coincide con la carretera CA-1, en ella se encuentra el Cheda Garage, el antiguo y emblemático edifico de ladrillo rojo, Grandi Building (1915) que en su día albergó un gran hotel, un salón de baile y posteriormente una hardware store y la oficina de correos. También está el antiguo edificio de la lechería, las caballerizas, el granero y un sin fin de tiendas que te recuerdan que estás en otro continente…América. Y como no, Bovine Bakery, una pastelería de visita, casi diría que obligada, y a la que llegamos gracias a una recomendación de la revista francesa Maisons Côté Ouest. Que alegría les di a los empleados cuando les conté que supe de ellos gracias a una publicación Europea y que nuestra visita no había sido por casualidad sino totalmente premeditada.
Fue allí, en Bovine Bakery, donde uno de sus clientes nos dijo que llegar a Yosemite nos llevaría entre siete y ocho horas. ¿Siete u ocho horas? repetí yo. ¿A quién no le sorprendería oír que para recorrer unos 300 km fueran necesarias tantas horas? Pues a cualquiera que no tenga en cuenta que la mayor parte de esos 340 km hay que recorrerlos por carreteras interestatales en las que el límite de velocidad máxima es de 40 – 60 km/h. Y no fue sólo eso lo que nos dijo, sino que nos advirtió de que hacía casi una semana que en el parque se había declarado un incendio. Para terminar nos recordó la importancia de no dejar comida en el coche ni en el exterior de la casa, si nos alojábamos en una, pues era un reclamo para los osos y de consecuencias imprevisibles.
Después de haber saboreado un desayuno incomparable y pasadas las once de la mañana, iniciábamos la ruta hacia el parque. San Rafael fue el último pueblo de la CA-101 por el que pasamos, antes de atravesar el impresionante Richmond – San Rafael Bridge y coger la I-580 E hasta Manteca, ya en la CA-120. Después de cuatro horas de viaje nos detuvimos en un restaurante de comida rápida y en apenas media hora volvíamos a la carretera para no detenernos hasta Groveland Big Oak Flat, el último pueblo antes de la entrada al parque, en el que aprovechamos para comprar la comida necesaria para los cuatro días que íbamos a pasar en la cabaña que habíamos alquilado y de paso tomar un último café antes de cruzar la línea. Eran casi las siete de la tarde cuando nos sentamos con un grupo de bomberos que regresaban de hacer un servicio en el parque. Apenas unos kilómetros y estaríamos dentro, así que nos relajamos y disfrutamos del momento.
Lo que parecía que apenas iba a llevarnos unos pocos minutos se convirtió en casi tres horas. Al poco de entrar en el parque oscureció. La altura de los árboles que delimitaban ambos lados de la carretera, las obras en el asfalto y la oscuridad, nos desorientaron tanto que estuvimos horas dando vueltas por el mismo sitio sin encontrar el desvío que había de conducirnos al pueblecito de Wawona, en el que se encontraban la oficina de The Redwoods in Yosemite y la casa que habíamos alquilado.
Yo sólo pensaba en osos, en la cantidad de comida que llevábamos en el coche y en los niños (por aquel entonces de 16, 13 y 8 años). La imaginación da para tanto que nos veía a todos en los titulares de un periódico local, fotografiados y medio devorados por un familia de osos.
Llegamos a Redwoods y aunque era tan tarde que ya habían cerrado, nos habían dejado las llaves de la casa con las instrucciones y un mapa, en un sobre a nuestro nombre dentro del buzón que se encontraba justo al lado de la puerta de la oficina. Todo un detalle.
Por fin llegamos a nuestro destino. Descargamos el coche, curioseamos la que iba a ser nuestra casa durante la estancia en el parque y descorchamos una botella de vino para brindar y celebrar que todo había ido bien.
A la mañana siguiente y con la salida del sol, la realidad fue una sorpresa muy pero que muy agradable. La casa era preciosa, auténtica. Se trataba de una edificación típica de montaña, construida con piedra y madera, en medio del bosque y rodeada de un paisaje natural maravilloso. Chimenea interior, terraza, barbacoa, todo estaba previsto.
Después de un buen desayuno preparamos las mochilas y nos dirigimos al Yosemite Valley Visitor Center, en el cual habíamos pensado recoger la información necesaria para organizar nuestra estancia y alguna que otra excursión. Nos detuvimos antes de llegar. La visión del Gran Capitán, esa gran roca vertical de unos 900 metros de altura y más a lo lejos la silueta de Half Dome (1.440 m), nos dejaron sin palabras. Verlas allí, imponentes, desafiantes, grandiosas. Queríamos, como la mayorías de los que se habían detenido, inmortalizar esa imagen con nuestras cámaras, para si en algún momento se nos olvidaba en la memoria, poderla recordar. Fue en ese momento cuando empecé a sentir la verdadera esencia de ese lugar. Su majestuosidad, su grandeza, ese comulgar con la naturaleza tan omnipresente mirases hacia donde mirases. Bosques llenos de árboles, cascadas, lagos, montañas imponentes esculpidas por la propia naturaleza, ríos atravesando campos llenos de flores en los que los animales se paseaban con total libertad…
Me sentí parte de él. Fue una unión difícil de describir con palabras. Dejé que su ambiente me envolviera. Escuché las historias de su pasado y de algún modo le pedí ser algún día parte de ellas.
Recuerdo el día que salimos de excursión y casi no perdimos. Hacía muchísimo calor y después de horas andando nos quedamos sin agua, así que siguiendo nuestro instinto descendimos hasta llegar de nuevo a la carretera y de allí al río. Entramos en él vestidos y sedienta como estaba, desatendí las voces de los demás y me sumergí en el Merced River, el mismo en el cual muchos años atrás lo hicieron los primeros Indios Americanos. Bebí de esa misma agua que ellos y sus caballos bebieron un día.
Fueron cuatro días muy intensos y llenos de emociones que jamás olvidaré. Puedo decirte que Yosemite me cambió. Cambió mi manera de ver el mundo, me hizo tomar conciencia de los insignificantes que somos. Del egoísmo con el que actuamos cuando no respetamos la naturaleza en cualquiera de sus formas. De lo absurdos que podemos llegar a ser preocupándonos por cosas materiales y sin sentido que nos alejan de la verdadera esencia de nuestras vidas.
Probablemente no soy la única a la que le haya ocurrido esto, y tal vez no sea necesario adentrarse en el Yosemite National Park para que esto ocurra. Pero esta fue mi experiencia y hoy quería contártela.