Habían pasado ya seis meses desde que el anciano Marcel aceptase contratar a Roger como único empleado de su pequeño negocio.
A pesar de sus casi ochenta años, aquel hombre gozaba de una memoria envidiable. Recordaba perfectamente el día en que Raquel, la chica de los servicios sociales, había llamado a la puerta de su casa después de haber concertado una cita por teléfono, en respuesta a la solicitud que hacía unos años sus hijos le habían hecho rellenar y entregar a los servicios sociales. Le pareció que cualquier cosa sería mejor que tener que irse a vivir con alguno de ellos.
Si la memoria de Marcel era buena no se podía decir lo mismo de su salud. No es que estuviera enfermo, pero los años de trabajo duro durante una gran parte de su juventud empezaban a pasarle factura. Ya no era aquel hombre alto y fuerte que había sido en otra época, pero se conservaba bien. La muerte de su esposa, hacía ya unos diez años, le había dejado muy afectado y sus hijos no querían que siguiera viviendo solo. Marcel era testarudo y además siempre había sido muy independiente, no quería irse de su casa, ni de su barrio, ni de su querida ciudad, y menos aún cerrar aquel negocio de paquetería tan poco habitual y tan artesanal, que hacía cuarenta años había heredado de su padre.
Quién sabe todo lo que habría pasado por las manos de Marcel. Su negocio no tenía competencia. Aquel hombre era un artesano que confeccionaba envoltorios y paquetes personalizados únicos, para cualquier tipo de objeto, y no sólo esto, sino que era él quien los entregaba personalmente. Con el paso del tiempo la clientela había ido creciendo, los destinatarios, en ocasiones, estaban a centenares de quilómetros, y cuando era así se veía obligado a centrarse sólo en preparar la pieza y devolvérsela a la persona que le había hecho el encargo, teniendo que renunciar a ser él quien se ocupase de la parte final del trabajo, la entrega.
Le gustaba ver la expresión de la gente cuando recibían sus paquetes. Se ganaba muy bien la vida, pero no era el dinero lo que le hacía feliz, de hecho, hacía tiempo que había dejado de necesitarlo. Era su trabajo y aquella satisfacción final lo que le ayudaba a mantener viva la ilusión.
Con aquella solicitud que no pensaba que llegase a tener nunca respuesta, había accedido a participar en una programa de intercambio que habían puesto en marcha, hacía unos años, los servicios sociales, entre jóvenes que necesitaban reinserción y personas mayores que precisaban algún tipo de ayuda. Marcel había manifestado que se encontraba bien y que por suerte aún se valía por él mismo pero que aceptaría contratar a un joven si con eso conseguía ayudarle. No tenía claro que ese trabajo pudiera despertar algún interés entre los más jóvenes, es más, si finalmente le llegaba alguna petición no sabría qué hacer pues él siempre había trabajado solo.
Le gustaba que fuera así. Su trabajo necesitaba de todo un proceso creativo que requería profundizar en el objeto, en el regalo, en la historia que había detrás.
Había preparado auténticas obras de arte que contenían joyas únicas, libros de los cuales se podían contar los ejemplares con los dedos de las manos, botellas de perfumes exclusivos, objetos muy valiosos que provenían de subastas … pero a pesar de una larga lista que algunos no llegarían a imaginar nunca, Marcel también había entregado muchos juguetes, la mayoría, a niños enfermos que vivían en habitaciones de hospital, parecidas a aquella en la que acabó sus días el más pequeño de sus hijos, con apenas diez años.
Aquel hecho había marcado la vida de Marcel como habría marcado la de cualquier padre, pero de eso hacía ya muchos años.
Eran las nueve de la mañana de un viernes cuando Raquel y Roger llamaban a la puerta de casa de Marcel. Hacía tiempo que en su armario sólo había ropa práctica y cómoda, así que aun no teniendo ningún problema para escoger qué ponerse, aquella mañana optó por los pantalones y la camisa que acostumbraba a llevar cuando hacía alguna entrega especial, y que vestían más que cualquier otra de las combinaciones que tenía. Ya había desayunado, pero nada más entrar y después de hacerles pasar a una de sus habitaciones preferidas, el estudio, les ofreció un café acompañado de unas mini ensaimadas, que con el olor hablaban por si solas, y que ninguno de los visitantes pudo rechazar.
– ¡Están buenísimas! – dijo Raquel a Marcel.
– Celebro que te gusten – respondió Marcel – no tenía ni idea de vuestras preferencias, pero aún no he conocido a nadie que pudiera resistirse a estas delicias y por eso me he arriesgado. Y tu Roger, qué dices ¿no te gustan los dulces?
El chico se quedó pensativo unos segundos, concentrado, como si estuviera sopesando la respuesta a una pregunta súper trascendente, para terminar diciendo – no recuerdo haber comido nunca unas tan buenas –
Raquel y Marcel se miraron sorprendidos y fue esa respuesta tan meditada y el tono tan serio con que la pronunció, lo que les hizo sonreír, expresión que no sin cierta timidez, acabó también dibujándose en los labios del chico.
Raquel había puesto en antecedentes a Marcel sobre el caso de Roger, pero fue él mismo quien poco a poco le explicó con detalle y de manera pausada, como había llegado a la situación actual. Hablaba claro pero daba la sensación de que antes de pronunciar una frase, necesitaba primero ponerla en orden en su cerebro.
Roger tenia veinte años y hacía dos que había sufrido un grave accidente. Fue la noche de un fin de semana. Había salido con sus amigos y bebieron más de la cuenta. No tendría que haberse empeñado en volver a casa andando en ese estado, pero ninguno de sus compañeros estaba en condiciones de impedírselo. En ningún momento fue consciente de que andaba por una carretera sin apenas iluminación e invadiendo el carril de los vehículos que se le acercaban por detrás. Pasó lo inevitable. Fue atropellado por un coche cuyo conductor no llegó a verle. El accidente provocó graves consecuencias, no sólo para Roger, sino también para uno de los ocupantes del vehículo. Roger sufrió diversos traumatismos, el más grave, el cerebral. Pasó semanas en la UCI en un coma que los médicos continuaron manteniendo hasta que estuvo fuera de peligro. Los meses siguientes fueron muy duros. Tuvo que volver a empezar de nuevo. Primero andar, luego hablar, escribir, leer, y sobretodo … recordar. Y después de cada recuerdo siempre venía el más doloroso de todos, aquel accidente que no sabía si lo recordaba porque sí, o por las veces que se lo habían explicado.
Aquel episodio había acabado casi con su vida y con su futuro, pero estaba vivo. Inconscientemente había seguido luchando para sobrevivir. Ahora tenía por delante un presente por el que trabajar y un pasado que era necesario aceptar, a pesar de lo incierto que resultaba en ocasiones.
Aprendía, sí, pero a su ritmo, y a menudo tenía esos episodios en los que hacía dudar si aun estando presente físicamente, era consciente de sí mismo y de su entorno.
La conversación se fue animando y Marcel no dejó que la presentación de Roger fuera un monólogo que acabase por agobiar aún más al chico. De lejos se les veía como amigos que se reencontraban después de mucho tiempo sin haberse visto, con muchas historias que contarse y todo el tiempo del mundo para hacerlo. Marcel tenía el don de transmitir paz y tranquilidad a las personas que le rodeaban. Le miraba y se preguntaba si aquel chico podría haber sido su nieto, si podría haber sido el hijo de aquel hijo que no llegó a ver crecer. Su pelo oscuro, rizado, su sonrisa discreta y esa mirada perdida que decía tanto, le daban mucho que pensar.
El lunes, a las nueve de la mañana, Roger se incorporaría al mundo laboral con un primer trabajo, podríamos decir diferente, incluso interesante, pero no sin antes superar un fin de semana en el que los tres iban a experimentar emociones hasta entonces desconocidas.
Raquel había dedicado muchas horas al proyecto y tenía muchas esperanzas puestas en la recuperación del chico. La diferencia de edad entre ambos, sólo seis años, hacía que lo viera como a un compañero, incluso como a un hermano. Marcel seguía dándole vueltas a qué podría ofrecerle que llegara a entusiasmarle. Desconocía las habilidades creativas del chico y estaba claro que, de momento, no quería ni podía encargarle que fuese solo a entregar los paquetes. A saber si conocía los barrios, las calles, si conseguiría orientarse bien o acabaría perdido por cualquier rincón de la ciudad. Para Roger era todo mucho más fácil, no pensaba demasiado, se dejaba llevar por las emociones, por los sentimientos, por las sensaciones que le llegaban del exterior. Se había encontrado a gusto en casa de Marcel, le gustaba aquel hombre, el tono de su voz, la butaca del estudio en la que se había sentado, los objetos que reposaban en las estanterías de la librería y que no se había entretenido a observar con detalle pero que sí le habían llamado la atención. Y las ensaimadas, aquellos pastelitos que le habían dejado la nariz llena de azúcar y que su sabor le había evocado unos recuerdos que no consiguió situar. No importaba, había aprendido a aceptar que apenas conservaba recuerdos exceptuando los que iba memorizando gracias a la terapia, pero que en realidad no eran suyos sino de los demás, y en los cuales él se veía como un personaje más.
Eran las nueve menos cuarto cuando Marcel oyó el timbre de la puerta.
– Ya voy – dijo en un tono de voz que sabía que quien estuviera al otro lado podría oír.
– ¡Ah, eres tú! Buenos días Roger, llegas pronto. Pasa, pasa, la cafetera está encendida y si te apetece aún estás a tiempo de prepararte un café –
– ¡Buenos días! Gracias, ya he tomado uno pero … si no le sabe mal … – y dejó aquella frase en el aire.
– ¿Por qué iba a saberme mal? Claro que no, vamos a la cocina y escoges tú mismo el que quieras. Hace unos años un cliente me regaló una Nespresso, al principio me negué a aceptarla, argumentado que no la iba a utilizar, pero él insistió – pruébala y ya me lo dirás – me dijo. Tuve que darle la razón y … ya la ves, sigue ahí.
Los labios de Roger dibujaron una media sonrisa – me gusta aquella cápsula de color verde, la de los dibujos en forma de flor ¿a qué sabe? – preguntó.
– Es un Arábica con un toque afrutado. Es muy bueno. Ahora te lo preparo. Ven, así ves como funciona y la próxima vez puedes preparártelo tú – le dijo Marcel.
Aprovechó el tiempo que estaban tomándose el café para enseñarle el taller, una habitación diferente a cualquier cosa que Roger hubiera podido ver antes. Se comunicaba con el estudio, pero aun guardando cierto parecido, se podía ver que aquel era el rincón de un artista, de un creador.
Fue en esa habitación donde Roger sintió esas emociones que creyó redescubrir y que le hicieron sentir bien. En silencio y con la taza en la mano, boquiabierto, fue recorriendo toda la estancia deteniéndose delante de cada cosa, de cada objeto, de cada herramienta, de cada libro que le llamaba la atención, para después mirar a Marcel con una expresión que venía a decir – ¿y esto? – Marcel se sentía satisfecho por la curiosidad del chico y por aquella especie de reconocimiento que le estaba demostrando.
Aquella mañana salieron juntos a entregar un par de paquetes. Roger había ido a casa de Marcel en bicicleta pero estaba claro que no la iban a usar para hacer las entregas. La había dejado atada a una farola que había cerca de casa de Marcel y éste insistió en que la entrase en casa. Podía escoger entre dejarla en la entrada, o bien en el patio interior que daba a un discreto pero bonito jardín. El chico accedió y la dejó justo en la entrada, había espacio suficiente y no molestaría a nadie.
La primera entrega la hicieron en la tienda – estudio en donde trabajaba Irina.
Por el camino, Marcel le contó a Roger que hacía más de cuatro años que todos los meses le llevaba un paquete a esa chica. A menudo eran acuarelas, oleos, pigmentos, herramientas y accesorios de pintura, telas, e incluso una vez le llevó un caballete. Irina estudiaba Bellas Artes y compaginaba los estudios dando clases en aquel local polivalente que hacía de tienda – estudio y de escuela a la vez, y en el que también se podían comprar, además de materiales relacionados con la pintura, algunas obras de pintores locales que estaban expuestas permanentemente. No era de extrañar encontrar un local come este en el casco antiguo de la ciudad. Por lo que le había dicho un día Irina a Marcel, la chica había ganado un concurso. Una de sus pinturas había sido seleccionada para formar parte de la colección privada de un importante pero desconocido mecenas que la adquirió. El premio no consistía en dinero. Durante cinco años, aquel desconocido se haría cargo de los estudios de Bellas Artes del ganador, así como de todo lo que fuera necesario para completar su formación, incluidos los materiales.
Al principio la chica pensó que se trataba de una broma pero cuando llamaron a sus padres de la notaria Casteller y les explicaron con todo detalle los términos y las condiciones legales, se dieron cuenta, ella también, que la cosa iba en serio. Irina no sabía quién era la persona que estaba detrás de todo aquello. Esa también era una de las condiciones, el mecenas permanecería en el anonimato. Como ésta, eran unas cuantas las cláusulas de aquel contrato, que al principio los padres no veían muy claro, pero que la chica, que en aquella época estaba a punto de cumplir los dieciocho años, les suplicó que aceptasen a la vez que les decía que a ella le parecía todo bien. ¿Qué más daba si no sabía quién era aquel misterioso personaje que había escogido su pintura y que estaba haciendo gala de una generosidad inimaginable? Era su sueño y no iba a renunciar a él. Cuando se presentó al concurso no lo hizo con la esperanza de ganar, pero cuando recibió la noticia tuvo claro que no iba a desaprovechar esa oportunidad.
Marcel había visto pasar delante suyo parte de la juventud de aquella chica, incluso podía decirse que eran amigos. Cada mes preparaba el envoltorio de aquel paquete como si fuera el primero. Irina, le esperaba y le recibía con la expectación y la curiosidad de quien sabe que está a punto de recibir una pequeña obra de arte, siempre diferente de la anterior y con aquel pequeño detalle que la hacía aún mejor.
Los paquetes tenían que entregarse en el Atelier de la Gárgola, el taller en el que Irina pasaba parte de su tiempo libre. Marcel, a menudo se quedaba delante de aquella gran vidriera que dejaba ver parte del taller y miraba como Irina daba forma a alguna de sus pinturas. En ocasiones la encontraba rodeada de un grupo de adolescentes, que observaban atentos la acuarela inacabada que reposaba sobre el caballete, y que escuchaban las instrucciones que les daba aquella chica a la que difícilmente nadie podía resistirse.
Era como si todos los matices de la piel de Irina se los llevasen sus pinturas. Tenia la piel muy blanca. Los cabellos rubios, claros, y los ojos de un azul difícil de describir pues en ellos se reflejaban tonalidades que iban desde el azul cielo al azur pasando por el turquesa y el cian. Pero bajo aquella fragilidad que podía desprender a primera vista su aspecto, había una chica con un carácter y una vitalidad envidiable. Sólo hacía falta escucharla para darse cuenta de que la diversidad de genes que había heredado la hacían inigualable.
– Hola Marcel, que bien acompañado vienes hoy – dijo la chica nada más verles entrar en el Atelier.
– Hola Irina, te presento a Roger … – empezó a decir Marcel sin poder terminar la frase ya que la chica intervino enseguida en la conversación.
– Hola Roger, encantada – y se acercó al chico para darle dos besos – los amigos de Marcel siempre son bien recibidos, de hecho es la primera vez que me presenta a uno y no me imaginaba que tuviera algunos tan jóvenes.
– ¡Jajaja, no cambiarás nunca Irina! Ya ves, incluso tu estás insinuando que ya soy viejo – dijo Marcel mientras Roger les miraba a los dos – Parece que ha llegado el momento de dejar que un chico joven como él me eche una mano.
– Hola Irina – dijo Roger con una voz que sorprendió a Marcel – en realidad es el quien me está ayudando a mi.
Irina se quedó sorprendida al oír aquello, pero antes de que pudiera aventurarse a decir algo, Marcel le dirigió una mirada que disuadió a la chica de hacer ni una sola pregunta.
– Si queréis podéis quedaros un ratito y así le enseño a Roger el taller, los alumnos aún tardarán media hora en llegar. ¿Te gusta la pintura? – le preguntó al chico.
– Creo que sí. Me gusta lo que he visto y me gustaría quedarme pero es él quien ha de decidirlo – dijo mirando a Marcel, que aún no se había recuperado del ofrecimiento que Irina había hecho al chico. Si bien era muy extrovertida, también era reservada con ciertas cosas y Marcel no acababa de creerse que nada más conocer a Roger le hubiera invitado a quedarse. No podía decir que no, puede que ellos aún no fueran capaces de percibirlo pero aquel anciano ya había descubierto la química que hacía saltar chispas, difícilmente descriptibles, entre ambos jóvenes. Bastaba con mirarles.
– ¡Claro que nos quedamos! Vamos bien de tiempo. La próxima entrega no está demasiado lejos de aquí y además tampoco será tanto rato si estos jovenzuelos que tienes por alumnos llegarán en menos de media hora.
Aquel fue el primero de los días, a los que le seguirían otros muchos, que harían que Roger fuese recuperando la confianza en si mismo.
Las mañanas empezaban en casa de Marcel. Iba en su bicicleta pero antes pasaba por la panadería que había tres calles más arriba y recogía el desayuno. Cada día una cosa diferente. Las ensaimadas las dejaba para los viernes, y en cuanto al café, los había probado casi todos pero sin pronunciarse de momento por ninguno en especial. A las ocho y cuarto Roger llamaba a la puerta de casa de Marcel y este, a menudo le reprendía en un tono condescendiente, pues a la semana de trabajar juntos ya le había dado la llave para que pudiese entrar sin necesidad de llamar a la puerta. El chico se había resistido a aceptarla pero el anciano había insistido argumentando que desde el otro lado de la casa, o desde el piso de arriba, podía no oírle y no había ninguna necesidad de hacerle esperar en la calle. Se sentaban alrededor de la mesa después de que Roger preparase los cafés, y allí, sujetando esas tazas que desprendían un aroma por el cual ambos tenían debilidad, y deleitándose el paladar con el sabor de unos dulces que ya conocían, pero que no por eso encontraban menos buenos, organizaban la jornada y, a menudo, cuando Roger regresaba de entregar los paquetes, se quedaba en el taller llegando incluso a perder la noción del tiempo. Marcel había empezado a enseñarle aquel oficio que el mismo se había ido haciendo, y parecía que al chico le estaba gustando.
En poco menos de un mes Marcel y Roger habían conseguido lo que ninguno de los dos habría podido imaginar: se habían hecho amigos. Desayunaban juntos, trabajaban juntos, Roger iba recuperando la memoria y Marcel le ayudaba, con sus historias, a reproducir una época anterior, en la que el chico no había vivido pero que encontraba muy interesante. Hacían las cosas que hacen los amigos y no parecía que la diferencia de edad fuera ningún impedimento. Decir que se necesitaban el uno al otro sería aventurarse mucho, pero se les veía tan bien juntos que resultaba difícil imaginarlos de otra manera.
Aquel mes el paquete de Irina había llegado unos días antes que de costumbre. Era un miércoles. Cuando Marcel lo abrió no encontró pinturas en su interior, ni pigmentos, ni nada que tuviera que ver con el tema. Dentro de la caja había otra aún más pequeña y en su interior una joya, un colgante de oro y brillantes con una forma que no había estado hecha al azar. Aquella joya debía de tener algún significado. Iba acompañada de un carta cerrada en un sobre lacrado de papel rústico y con el nombre de Irina escrito en una caligrafía exquisita.
¿Qué significaba todo aquello? Marcel conocía la historia de la procedencia de esos envíos y era consciente que en un par de meses, el tiempo que faltaba para que ella terminase sus estudios y presentase su proyecto de final de carrera, también terminarían las visitas al Atelier de la Gárgola y tal vez no volvería a ver nunca más a la chica, pero … ¿quién y porqué había enviado esa joya y la carta que la acompañaba? ¿Cuál era el contenido de ésta? La belleza de la joya y aquella caligrafía le acababan de inspirar un envoltorio en concordancia, pero la curiosidad que sentía, mezclada con la extraña sensación que le producía esa novedad, le hacían dudar si sería una buena decisión.
Roger estaba presente cuando Marcel abrió el paquete y pudo percibir la preocupación del anciano. Puede que hubiera sido entonces el momento de decirle que casi todas las tardes, en su tiempo libre, había ido al Atelier y se había quedado fuera, delante de aquel escaparate, intentado no ser descubierto mientras observaba a Irina pintar y trabajar. Le gustaba aquella chica. Lo que él no sabía era cuan observadora era, ni que había percibido su presencia desde el primer día. Conocía la historia del chico, pues el día siguiente de su primera visita, llamó a Marcel y le pidió que se la contara. Fue por este motivo que nunca le descubrió, es más, cambió de sitio su caballete y lo colocó en un rincón desde el cual era más fácil verlo desde la calle. Le gustaba saber que estaba ahí. En ocasiones incluso llegó a dudar si salir con cualquier excusa y provocar con ello un encuentro. Se lo había comentado a Marcel y aunque saberlo le hizo sentir bien, le dijo que esa era una decisión que nadie podía tomar por ella.
Los dos hombres se miraron mientras aquella joya y la carta permanecían sobre la mesa del estudio. Hacía días que Roger era quien llevaba los paquetes a sus destinatarios. Había aprendido a orientarse y a buscar puntos de referencia en calles, esquinas y edificios que le ayudaban a recordar.
Marcel trabajó todo el fin de semana con el envoltorio del paquete que el lunes tenían que entregar a Irina. Lo pospuso hasta el último momento pues le parecía que sino iba a acelerar las consecuencias de un acontecimiento inevitable. Su instinto le decía que ese paquete acabaría marcando un antes y un después en la vida de Irina. Había imaginado mil y una posibilidades pero de la misma manera que las imaginaba las descartaba. En el fondo no quería que nada cambiase, pensaba en Roger, en Irina, y porqué no, en él.
Aquel lunes por la mañana Roger no llamó a la puerta, entró con su llave, dejó la bicicleta junto al colgador y cerca del banco que había en la entrada, como hacía siempre, y se fue directo hacia el piso de arriba. En la buhardilla, Marcel tenia una especie de archivos donde guardaba los papeles más antiguos. Lo encontró allí, delante de una caja que llevaba escrito el nombre de Irina, buscando cualquier pista que le pudiera indicar el origen o mejor dicho el remitente de los paquetes que le llegaban cada mes para la chica. Se los entregaba un hombre, posiblemente un empleado, siempre en una caja cerrada, y a parte, en un sobre también cerrado, el dinero por el servicio que debía realizar. Era un hombre de pocas palabras que se limitaba a dar los buenos días y a decir adiós cuando se marchaba.
– Vamos a desayunar Marcel – le dijo Roger – hoy he traído algo nuevo, he pensado que el día que nos espera lo requiere. No sé si vamos a celebrar alguna cosa o no, pero … ¿qué te parece si vamos juntos a llevarle el paquete a Irina?
– Gracias Roger, quiero que sepas que mi vida ha cambiado desde que tu formas parte de mi día a día. Si alguna cosa he de agradecerles a mis hijos últimamente, es que casi me obligasen a inscribirme en el programa de los servicios sociales – y después de decir esto y dando respuesta a una necesidad, se acercó al chico y le abrazó. Roger no se lo esperaba, se emocionó tanto que le devolvió el abrazo y le susurró al oído – gracias a ti Marcel, espero poder devolverte algún día toda la confianza que has depositado en mi – cuando se separaron ambos tenían los ojos llenos de lágrimas contenidas, que la llamada de un cliente, evitó que empezasen a brotar.
Después de desayunar llamaron por teléfono al Atelier, Irina solía estar allí por las tardes, pero teniendo en cuenta que casi había terminado sus clases, cabía la posibilidad que hubiera decidido ir por la mañana. Estuvieron de suerte.
– Hola chicos – les dijo sorprendida cuando les vio entrar – no esperaba veros hasta la tarde pero me alegro de que estéis aquí.
– Tu paquete se ha adelantado unos días – respondió Marcel a la vez que se lo entregaba a Irina, pero ella no pareció darle importancia al comentario que acababa de oír– ¿Tienes mucho trabajo? Tal vez podríamos comer juntos.
Roger no pudo disimular la cara de sorpresa. ¿Comer juntos? No habían hablado de nada de esto.
– Lo siento pero hoy no puedo. He quedado con el responsable de la sala de exposiciones del centro cultural del barrio. Me ha costado pero finalmente ha aceptado hacer una exposición de los trabajos de mis alumnos. ¿Qué os parece si lo dejamos para otro día? Os digo algo a finales de semana. Por cierto, hoy me has traído algo diferente ¿verdad? ¿No te habrás equivocado de paquete?
Ninguno de los dos hizo comentario alguno a la última pregunta que acababa de formular Irina – Entonces pues quedamos así, ya nos avisarás – dijo Marcel mientras Roger seguía distraído mirando de cerca el último trabajo de la chica.
– He de dejaros, no querría llegar tarde – Estaba tan emocionada con aquella exposición que se despidió de los dos con un abrazo muy efusivo.
Salieron del Atelier y siguieron andando calle abajo sin pronunciar palabra alguna.
–¿Dónde quieres ir? – le preguntó Roger.
– Tengo un mal presentimiento Roger – dijo Marcel ignorando la pregunta del chico – Vamos, te llevaré a un sitio al que seguro no has estado nunca. Conozco un restaurante que está instalado en la azotea de un edifico desde el que pueden contemplarse unas vistas maravillosas. Si miras al sur verás pasar los veleros de cerca, y si te cansas, sólo tienes que girar la cabeza y tendrás las montañas detrás de ti. Estoy seguro de que te gustará. Vamos e intentemos sacarnos de la cabeza el paquete de Irina y su contenido.
Marcel tenía razón. Disfrutaron de unas vistas tan impresionantes que durante un buen rato no pensaron en Irina ni en aquel maldito paquete. La comida estaba riquísima, arroz con marisco acompañado de vino blanco, postres de la casa y para terminar unos cuantos cafés que acompañaron una sobremesa que se alargó tanto, que incluso el sol consiguió cambiarles el tono de la piel. Una vez más habían hecho lo que solían hacer los amigos: compartir una velada con el único objetivo de disfrutar de la compañía mutua.
Los martes Roger compraba una coca de brioche con azúcar, regada con un poco de anís, que a Marcel le gustaba mucho. Desayunaron comentando la idea que había tenido Roger sobre estampar unas hojas lisas, de papel de cebolla, que había encontrado en un armario del taller y que por el comentario del anciano, hacía años que estaban allí.
La semana transcurrió sin apenas darse cuenta. Estuvieron entretenidos estampando papeles, preparando materiales, haciendo algunas compras, atendiendo clientes y con alguna que otra entrega, pero sin dejar de pensar en Irina y en el compromiso que había tomado de ponerse en contacto con ellos a finales de semana. No fue así. Como no querían precipitarse dejaron pasar ese par de días festivos y el lunes por la tarde Roger se acercó al Atelier y preguntó por ella.
– Hola André ¿no ha llegado aún Irina? – dijo dirigiéndose al propietario.
– ¿Llegar? ¿No me digas que no lo sabes? – respondió André.
– ¿Saber? ¿Qué es lo que tendría que saber? – le preguntó Roger mirándole con unos ojos como platos y con un cierto tono de disgusto. Acababa de insinuarle algo que parecía muy evidente pero sobre lo que él no tenía ni idea.
– ¡Irina se ha ido! Sí, lo ha dejado todo y se ha ido. Fue al día siguiente de que estuvierais aquí. Vino el martes por la mañana, recogió sus cosas y me pidió que se las guardase. Dejó una carta para vosotros.
– ¿Para nosotros?.
– Sí, para ti y Marcel.
– ¿Y qué pone en la carta? – preguntó el chico.
– No lo sé, está en un sobre cerrado, ahora te lo voy a buscar. Lo siento, pensaba que estabais al corriente de todo y que tal vez esta nota sería algún encargo. No sé qué puede haberle pasado. La vi muy afectada, no parecía ella. Lo único que me dijo fue que se iba a San Petersburgo, que no sabia cuando volvería, pero que le dijera a sus alumnos que no se preocupasen por la exposición de final de curso, pues lo había dejado todo listo por si no estaba de vuelta para ese día. Le pregunté si se iba por trabajo o por algún tema relacionado con sus estudios, ya que nunca habíamos hablado sobre esta ciudad y lo negó con la cabeza. Me tenía tan intrigado con aquella decisión tan precipitada, de la que no podía sacar nada en claro, que se me ocurrió insinuarle, en broma, si había descubierto que tenia un antepasado ruso “puede que sí André, puede que sí”, fue lo que me respondió con lágrimas en los ojos. Me supo tan mal haberle hecho aquel comentario que enseguida la abracé y le dije si necesitaba dinero o cualquier otra cosa, su respuesta fue un no. Sabía que no me haría llegar ninguna noticia si no era buena, así que pensé que lo mejor era no decirle nada más, a parte de un – vuelve tan pronto como puedas – Cuando cruzó la puerta, en un acto reflejo la llamé, y cuando se dio la vuelta le dije – te echaremos de menos – Me regaló una de esas sonrisas suyas que tu ya conoces, pero con una mirada que no fui capaz de identificar. Desde entonces no he sabido nada más de ella. Toma, aquí tienes la carta, y si no te importa, si tenéis noticias suyas os agradecería que me las hicierais llegar.
–¡Gracias André! Cuenta con ello – dijo Roger cogiendo la carta – ahora tengo que irme. ¡Hasta pronto! Y salió por la puerta del Atelier como si acabasen de darle la peor noticia de su vida.
Se detuvo en la esquina para observar con más detalle aquel sobre en el que Irina había escrito sus nombres, primero el de Marcel i después el suyo. No sabía qué hacer. No le faltaban ganas de ir a casa de Marcel y leer lo que fuera que Irina había escrito, pero intuía por el peso y por el tiempo que hacía que sostenía el sobre, que en su interior no habría más de una hoja de papel. No eran necesarias muchas palabras para comunicar una mala noticia y él se temía lo peor. Primero tendría que explicarle a Marcel lo que le había contado André, sabía que no iba a encajarlo bien, puede que incluso se sintiera parte responsable pues desde que llegó aquel último paquete para Irina él ya tuvo el presentimiento que aquella joya y la carta que la acompañaba iban a traer consecuencias.
Una pregunta tras otra hacían cola en su mente. Todo eran porqués y no tenía respuesta para ninguno de ellos. Subió a la bicicleta y decidido como hacía tiempo que no se le veía, cogió el camino hacia casa de Marcel. No llamó a la puerta, entró, buscó al anciano y lo encontró en el jardín, sentado en aquel asiento recuperado de un coche antiguo que hacía las veces de banco y en el que hasta él se había echado alguna siesta.
– Hola Roger, pasa, no te esperaba, llegas a punto para merendar ¿te apetece un café? –
– Como quieras, ya lo preparo yo, descafeinado para ti ¿verdad? –
– Si, mejor, no sea que luego no me deje dormir –
Roger se fue a la cocina a preparar los cafés y cuando estuvieron hechos regresó al jardín. Dejó las tazas sobre la mesa que había cerca del banco, se sentó al lado de Marcel y le dio la carta de Irina.
– ¿Qué es esto? ¿Quién te lo ha dado? –
– André. He estado en el Atelier … – y al ver que Marcel se disponía a abrir la carta le dijo – no, espera, antes de que la abras tengo que contarte algunas cosas. La carta es de Irina – y dicho esto empezó a relatar todo lo que André le había explicado. No pudo evitar ir añadiendo al relato algunas de las preguntas que él mismo se había ido haciendo por el camino, historias que se había ido imaginando, y al hacerlo, la expresión de Marcel iba cambiando, iba entristeciendo y sujetaba con más fuerza aquella carta. Cuando el chico terminó permanecieron unos minutos en silencio.
– Toma – le dijo Marcel devolviéndole la carta a Roger – léela tú, tengo las gafas en el estudio –
–¿Quieres que vaya a buscártelas? –
– No, ya sabes que me gusta escuchar –
Roger fue al estudio de todos modos, cogió el abre cartas y las gafas de Marcel y volvió al jardín. Dejó las gafas sobre la mesita, cogió una silla y la acercó a Marcel, se sentó, abrió la carta y empezó a leer:
Queridos amigos, imagino que en estos momentos ya sabréis que he tenido que marcharme a San Petersburgo.
Deciros que he vivido toda la vida pensando que era alguien que no soy, sería aceptar lo que espero que me rebelen la joya y la carta que contenía el último paquete que me entregasteis.
Necesito descubrir qué hay detrás de todo esto. Quiero saber quién soy realmente.
Siento despedirme de este modo y sin poderos decir nada más.
Un abrazo,
Irina
Empezaba a refrescar … Roger guardó la carta dentro del sobre, la dejó sobre la mesa y se sentó al lado de Marcel. Absortos, cada uno en sus pensamientos y en medio de un silencio que nada consiguió romper, el sol se fue poniendo lentamente …
¿Quién había dicho que el futuro estaba escrito?
Imagen del post cedida por Jose Antonio Martín @josemaur
2 comentarios
Susana…m’ha encantat!!! Un orgull per a mí el poder acompanyar tota aquesta història amb una foto meva. Gràcies, de cor.
Hola Jose,
Moltíssimes gràcies! Quina alegria llegir que la història t’ha agradat. Mentre l’escrivia, pensava en què hauries sentit tu al fer la fotografia, què t’hauria portat a fer-la, etc., etc., i aquestes preguntes per les quals no tenia resposta, em suggerien una nova història que pogués estar relacionada amb el moment i la situació real. Ja ho veus, el meu cap no para.
Gràcies de nou per haver-me cedit la foto per il·lustrar aquest post, i sobretot per haver fet possible que aquesta imatge hagi inspirat aquest relat.
T’animo a continuar tenint aquesta visió tan especial del teu entorn, i que fa que les teves imatges transmetin emocions autèntiques.
Una abraçada,